miércoles, diciembre 01, 2010

Celebraciones


Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

Celebraciones

Como odio estas fiestas en las que tengo que estar por estar, marcando asistencias como una buena alumna, tan sólo por no reprobar en esta materia que es ser prima segunda. Ahí viene mi tía con sus eternos sandwichitos que arma pacientemente durante horas y horas y días enteros refugiada en la cocina, para que todos engullamos en minutos lo que ella trabajosamente preparó como esclava en la cocina. Como siempre están las empanaditas de carne, las de jamón y queso y las de choclo, especiales para mi prima Laurita, que tanto le gustan y que se encarga de custodiar celosamente frente a la bandeja plateada, mirando de reojo a todo aquel que ose tomar alguno de sus preciosos tesoros de maíz y masa, maldiciendo cada mano que se acerca, como si fuera a comerse semejante cantidad de empanadas, pienso yo. Ojalá alguna vez nadie comiera ninguna de sus regordetas empanadas, así ella se tragara todas y cada una de ellas, y con un poco de buena suerte se hinchara como un globo y entonces estallara como una piñata entre todos nosotros, regándonos de confeti. Entonces yo reiría como loca de alegría y empezaría a saltar y cantar entre tanta confusión, juntando el papel picado para lanzárselo a los invitados a la cara y terminar con ese cuadro patético y enfermizo que me lleva a disimular silenciosamente todas mis ganas de huir despavorida o lanzarme por el enrejado del balcón. Es por eso que como todo lo que se cruza, en especial me gustan las empanadas de carne, medio jugositas y con pedacitos de aceitunas, tal como las prepara mi laboriosa tía con sus manos gastadas, ya me comí como cuatro y la panza no me da más. Pero igual sigo comiendo, decidida a irme con un tremendo dolor de panza y una sensación de repugnancia incontenible que me lleve a expulsar toda mi angustia en un violento vómito pestilente. No puedo parar de meterme cosas a la boca, un sandwichito, una empanada, un sorbo de coca, un canapé, otra empanada y sigo en una cadena ininterrumpida que no cesará hasta que cruce triunfante la rígida frontera que me separa de mi mundo, esa bendita puerta blanca inmaculada con un magnífico picaporte de bronce que brilla al igual que lo hace todo en esta casa. Resplandece “como una tacita de plata”; miro los suntuosos sillones de tres cuerpos con el tapizado impecable y las sillas de roble que brillan de tanto lustre y pienso, pero esta gente cómo hace para vivir así, nunca una pelusa, a nadie se le volcó jamás una copa de vino en los sillones, imagino que caminarán envueltos en bolsas de polietileno para no ensuciar el mobiliario y los adornos con sus suspiros moderados y sus comentarios corteses. Miro deseosa la puerta y un pariente se me acerca, creo que es el esposo de mi tía abuela, pero la verdad que no estoy segura, me sonríe con unos dientes amarillentos de tabaco y me lanza todo el humo de su asqueroso cigarrillo Parisien mientras pronuncia ¿qué tal nena, la escuela como va? Bien por, suerte; le respondo con mi mejor sonrisa de nena buena, y me abstengo de decirle que ya estoy en mi segundo año de facultad y que a él en realidad le tiene muy sin cuidado si me va bien o me va mal en la facultad, en el colegio, en el trabajo o donde corno sea, ya que ambos vivimos perfectamente unos 362 días al año en los que no tenemos ningún tipo de contacto y que a no ser por estas endiabladas reuniones en las que mis parientes se empecinan en juntar personas que nada tienen que ver entre sí, más que el parentesco y que poca relación guardan unas con otras, nos ahorraríamos de tener que vernos estos tres días al año que son navidad, pascuas y año nuevo. Cortésmente pido disculpas y me levanto para ir al baño, pero no es que en realidad tenga ganas, sino que me apresuro a evitar una charla indeseable. Obviamente el toilette, porque en esta casa no hay baño, está ocupado, así que vuelvo a sentarme en el mismo lugar, no sin antes cerciorarme que aquel amabilísimo señor se hubiera marchado. Observo impaciente la puerta de entrada y como otro sándwich, la puerta de nuevo y agarro un canapé de roquefort: ¡ay, pica!; pienso mientras lo mastico. Tendría que haber agarrado otro, la puerta y entra otra persona que ni siquiera conozco. Andate, debería decirle, no entres es tenebroso. Pero no puedo porque mi boca esta llena, ahora es pionono de atún lo que me entretiene, creo que masticar constantemente es la única excusa que encuentro para no ponerme a gritar como una loca que esta reunión me da asco y que no tolero estar entre tanta gente que se desgasta en fingir un interés por personas que no conoce y que se empeña en mantener conversaciones triviales que no le interesan para cumplir con el designio de celebrar algo impuesto y que seguramente también les tiene muy sin cuidado. Y todos se sonríen unos a otros y comentan lo lindo que es el mantel y que se nota que está bordado a mano, lo grande que está mi primo segundo, que la última vez que lo vieron era un nene que jugaba con autitos y ahora ya es todo un muchacho, hecho y derecho, que se rasura y todo; y lo bien cuidadas que mantiene mi tía a las plantas de interior, cómo brillan las hojas del potus y qué frondoso está el helecho, es sin duda admirable, es que Claudita es tan habilidosa, manos de hada tiene. El llanto a moco tendido de Manuel sorprende a pocos. La mayoría se queda conversando alegremente con la copa en la mano mientras que saladas y redondas lágrimas caen de las mejillas del niño de siete años de edad. Casi a los gritos pide que le traigan un huevo de pascua. Entra Claudita con sus manitos de hada cargando el postre: una frondosa ensalada de frutas que preparó con sus manos. Manuel se desespera de horror y llanto frente a la ensalada. Sus agudos alaridos de infante me crispan los nervios y comienzo a arreglarme el cabello mientras su madre sirve la ensalada de fruta y le comenta a Carlos, su primo, lo cara que le vino la boleta de la luz por el tener el aire acondicionado veinticuatro horas. Espantada por la indiferencia frente a los gritos de Manuel y al borde de una aneurisma rechazo gentilmente el postre. Mejor me dejo un lugarcito en el estómago para comer los huevos de pascua de chocolate, entre tanta empanada y vithel toné. Si no se sorprenden es porque creo que saben que soy golosa. Manuel a todo esto sigue llorando y en un acto de rebelión extrema se levanta y va a la cocina a buscar aquellos simbólicos manjares ovoides. Claudita hace caso omiso y enciende la tele porque hay partido de fútbol y a mi primo segundo le encanta. Roberto se pone a leer el diario. Nora comienza a levantar la mesa. Manuel, con delicadeza abre un huevo artesanal, lo saca de la caja y lo deja envuelto en el papel celofán. Lo mira con furia concentrada y se pone bizco. Con su pequeña manita lo sostiene y con la velocidad, impacto y fuerza de un rayo golpea el huevo de chocolate contra su frente. La golosina se hace añicos dentro del transparente envoltorio. Manuel se frota con una de sus manos donde se golpeó. Una lágrima perpleja se escurre por el infante lagrimal. Claudita lo mira azorada.
-¡¿Qué hiciste?! ¡¿Estás bien?! ¡¿Te golpeaste fuerte?! ¡Así no se rompen los huevos, querido!
La familia enmudeció. La sala quedó en silencio como si hubiese pasado un ángel. Sin querer Claudita que es más buena que Lassie después de comer dijo públicamente una frase que es un bochorno, una clara ruptura de la isotopía estilística en su vida.
Manuel se pone a llorar y Claudita lo acompaña al baño a que se ponga agua fría. El niño vuelve a sentarse a la mesa un poco más calmado. Claudita lo mira de reojo. Nora vuelve al comedor. Parte de los comensales se abalanza silenciosamente sobre la mesa para poder sentarse. Manuel toma un trozo de chocolate y lo come. Yo me relajo un poco y dejo de tocarme el cabello. Nora abre otro de los huevos, todos nos animamos a devorar como una manada de felinos hambrientos. Roberto come chocolate mientras lee el diario con la boca entre abierta y se atraganta de risa y dulce con un chiste de Gaturro. Nora lo mira ansiosamente porque quiere leer el diario. Mientras tanto, ojea un suplemento.
Doy un suspiro y como un trozo de chocolate, debo haber agregado unas cien kilocalorías a mi cuerpo. La rutina de final de reunión comienza a acomodarse. En la televisión las publicidades se suceden en la tanda. Me levanto sonriente y agradezco la invitación a mi tía, ya he tenido suficiente. Saludo a la parentela cordialmente. Seguramente nos veremos el veinticinco de Mayo, o quizás el nueve de Julio, el veinticuatro de Diciembre o la noche del treinta y uno. Cruzo la puertita blanca inmaculada con un magnífico picaporte de bronce que brilla al igual que todo en esa casa. Mis alvéolos se descontracturan: ¡Aire, al fin!

miércoles, noviembre 24, 2010

Instrucciones para usar una Maru

Esta Maru no icluye baterías, debe alimentarla y hacer que duerma de 5 a 12 horas por día, lo que considere apropiado según la ocasión. Lavar mínimo 4 veces a la semana. Utilizar jabón perfumado. No limpiar con lavandina. Secar al viento. No usar secarropas, podría dañarse. No planchar. Tirar después de usar. O viceversa.  

sábado, noviembre 13, 2010

Encuentro

Mario caminaba por la calle Uruguay hacia el estudio jurídico. De pronto, decidió entrar en Havanna y tomar un café. Él era el jefe así que podía hacerlo. Caminó entre las mesas buscando sitio y vio a Aldo desayunando. Sonrió.
- Aldo, querido. ¡Cuánto tiempo sin verte, pero qué casualidad!
- ¡Pero si es nada más y nada menos que el Dr. Schmidt! ¡Qué bárbaro! Justo ayer soñé con vos, Mario, ¡que nos encontrábamos en este mismo bar!
Mario se sorprendió.
- Ahora que recuerdo, ¡yo también soñé lo mismo!¡Que nos encontrábamos acá, pero también estaba Pepe!
La puerta de la confitería se abrió: entró Pepe y los saludó con una sonrisa.

lunes, noviembre 01, 2010

Cuerito



Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez. 

Cuerito

Esta casa de mierda me va a volver loca, pienso tranquila mientras el plomero observa con gesto de lucroso libido los azulejos del baño. Es la primera vez que lo veo en mi vida y ya no me agrada. La recomendación de la inmobiliaria fue sólo eso, una recomendación, ya que del arreglo por la inquietante gotita que se escurre por la grifería de la bañadera, no se va a hacer cargo. En términos monetarios, ni en ningún otro. El hombre es entrecano y desaliñado. Perra, mi querida gatita negra, para coronar esta escena de locura y atentado en contra de la paz del hogar, se entretiene con la caja de herramientas de Hugo, quien le devuelve la mirada pasándole factura.
– No, acá hay que romper y cambiar la grifería, a esto hay que sumarle el cambio de los azulejos y ver si no viene de lo del vecino.
– ¿Cuánto tiempo tomaría?
– Y, con el corte de agua, el revoque, la grifería, los azulejos... Calculá unos tres días.
Maldigo mi edad y mi apariencia de jovencita buena y trabajadora. Gauchita.
– Ahá. ¿Cuánto calcula usted que costaría?
– Y... Con materiales y mano de obra unos 500 pesos.
Quinientos pesos, pienso yo. $500. Pesos argentinos, 500 (quinientos). El alquiler de este nimio departamento sale 1.200 aproximadamente. Mi sueldo ronda los 1.900 (mil novecientos pesos argentinos), así que o este hombre dijo cualquier cosa o tengo que comer pared.
– Pero, ¿no le parece que es el cuerito? Porque era eso, según me pareció. Eso más de 10 pesos y una media hora de trabajo no puede costar.
Silencio. Entrecejo fruncido. Hugo frunce la nariz y se moja los labios con la lengua.
– Yo ya le dije lo que había que hacer.
– O.K. Listo. Yo lo voy a pensar. Me contactaría estos días.
Espero a que guarde todo mientras Perra sigue persiguiendo histéricamente por todo el comedor a uno de sus chiches. Este departamento me tiene pelotuda. No sólo pago el alquiler todos los meses a quien vive en Milán, sino que la inmobiliaria, además de complicarme la vida con sus horarios, me tiene loca, ya que ellos no solamente no se hacen cargo de nada y al dueño del lugar que está viviendo en Europa el departamento le interesa un comino, sino que además, para darme una recomendación acerca de un plomero a quien pueda traer al domicilio se toman hasta tres dias.
- Abajo el portero le abre - digo con voz entre altanera y tranquila, casi al borde del colapso.
Hugo se retira con la certeza de que este miércoles se ha levantado temprano en vano. Me siento a estudiar un poco de fenomenología de la percepción. Trato de ordenarme en términos merleau – pontianos. Trato de no pensar en que la gotita cae indebidamente por la grifería del baño ni qué corchos haré con eso. Mi agenda no tolera unos tres días de trabajo ajeno. De pronto y para coronar a esta mañana de miércoles, mi vecina Hanna se pone a cantar Tristán e Isolda, esa trágica ópera de Wagner, a viva voz. Fantástico, glorioso, pienso atormentada.
Decido bañarme, dentro de lo posible. Así alistarme para ir a trabajar. Después de una hora de producción ya estoy lista para afrontar el largo día. Para bajar tomo el ascensor. Me encuentro con la gallega del quinto. Entredientes le pregunto por su cumpleaños. Entiéndase por esto al bullicio que mantuvo mi cabeza debajo de la almohada toda una noche. Me responde, acaso con el mismo humor que me describiera este mediodía de miércoles: tranquilo. Nos despedimos en la puerta, no sin antes preguntarnos dónde estará el encargado. No obstante, una buena nueva es no encontrarme a Hugo allí.
Nota mental: Algo más que hacer. Tendré que encargarme de conseguir otra recomendación de un plomero o consultar en una ferretería cómo cambiar un cuerito.
Camino hacia la panadería. Me compro un churrinche y una tortita negra. En vez de pared, trago facturas.

martes, octubre 26, 2010

El lunes empiezo

Caminó hacia la cocina. Aún tenía lagañas en los ojos. Vio el cartelito que ella misma había colgado de la heladera y que decía: “Lo que comas hoy, mañana estará en tu cadera”. Abrió la puerta y tomó un frasco de mermelada de frutilla, hundió una cuchara sopera en él y comió una porción sin inmutarse. Todavía somnolienta, se arrastró hasta el baño. Allí trepó a la balanza. Había subido nada más y nada menos que 10 kilos. “¡Mañana empiezo la dieta!”, se prometió. Comió otra cucharada de mermelada. Esto también había pasado el domingo anterior.

lunes, octubre 18, 2010

Cumpleaños

Hoy es tu cumpleaños y no sé qué regalarte. Una flor, una carta, un video. Nada me satisface. Ya no recuerdo qué hicimos para tu último cumpleaños. Un año más, el sol, el calor, los helados, las hojas color ámbar, la lluvia, el frío y las flores han pasado. Y no me acuerdo que hicimos para tu último cumpleaños. Quizás debería pedirte disculpas por prestarte tan poca atención últimamente. Es que el tiempo pasa, ya tengo otras obligaciones. Pero vos no cambiaste. Una vez más es tu cumpleaños, y yo no tengo ningún regalo. Estás ahí, acostada con esa sonrisa, un pijama recién estrenado. Los saludos no tardan en llegar de todos tus allegados. ¿La ocasión? Tu velorio. Te fuiste, te fuiste y ya apenas puedo recordarte. ¿Y ahora, con quién te comparto? Un recuerdo cada vez más difuso y la sensación de tu abrazo quedaron herrumbrados en la memoria. Son lo poco que me queda de vos. Hoy es tu cumpleaños y yo no tengo regalo. Perdoname, mamá, perdoname.  

miércoles, octubre 13, 2010

El corazón y la conciencia

Raúl era un ladrón. Pero no era cualquier ladrón, era un boquetero. Él era albañil, y la historia de cómo se vio involucrado en ese robo al banco Macro de Callao 264, en pleno centro porteño, es otro cuento. No niego que es muy interesante. Pero esa es una historia que puede llegar a interesarle a Pol – ka producciones. No a mí.
El botín de las cajas de seguridad había sido cuantioso. Los cuatro cómplices tenían años de vida de relajo asegurada. Nuestro personaje vivía tranquilamente en un PH alquilado en el barrio de Almagro, cerca de la plaza. No ostentaba, pero vivía bien. Dos de sus compañeros se habían ido del país. Realmente no los extrañaba.
A decir verdad, nada en la vida de Raúl era realmente extraordinario. Lo que convertía a Raúl en un boquetero excepcional, no era su capacidad para imaginar los planos de los lugares que visitaba, o el conocimiento de materiales para la construcción o deconstrucción, tampoco que a sus 50 años seguía ejercitándose y uno podía ver su silueta sudada corriendo por Parque Centenario, cualquier día a las 20 horas. No.
Lo que hacía a Raúl realmente único, era el hecho que sentía culpa. Él no era un católico practicante. Pero la educación que recibió y su madre, lo condenaban. La madre de Raúl vivía en Turdera y tenía 72 años. Él aún seguía visitándola todos los domingos, para el almuerzo. Ella era profundamente católica e intentaba con sus esfuerzos de anciana de fe que fuera a misa, que retomara la palabra del Señor.
Raúl la escuchaba, le llevaba flores y bombones. La colmaba de atenciones. Pero en realidad sentía que moría cada vez que ella le mencionaba las sagradas escrituras. “Rulito querido, hoy recé por vos, para que no tengas ningún accidente de trabajo. A mi me da tanto miedo esas obras, tan peligrosas, sos tan valiente... Es por tu angel guardián, sabés que él te protege.” Y a Raúl se le encogía el corazón.
Y tanto se le encogió el corazón que un jueves a las 20.25 corriendo por Parque Centenario tuvo un infarto. Apenas si tuvo tiempo de detenerse a tomar aire, pero no era suficiente. Cayó desplomado al piso, entre la gente. Entonces sintió una sensación de paz muy grande y sintió que estaba en un tunel. Hacia el final, obvio, la luz. No sentía dolor, ni hambre, ni miedo. La luz se hizo más grande y supo que estaba en el cielo. ¡En el Cielo! ¡Nada más y nada menos!
Raúl pensó que él no merecía estar allí ya que era un ladrón y había violado uno de los diez mandamientos. Pero terminó de pensarlo y una voz que no venía de ningún lado y de todos le dijo: “Raúl, no temas. Tienes un buen corazón. Cada quien tiene sus defectos”. Raúl sobrecogido gritó para sus adentros: “¡Pero robé, robé con premeditación y alevosía, robé y la engañé a mi madre”. La voz se fue oyendo cada vez menos y el dolor comenzó a volver de a poco. Pero claramente oyo: “Rulito, el que roba a un ladrón...”.
Y se despertó. Estaba rodeado de gente consternada. Por suerte había caído del lado del Durand así que en minutos llegó un enfermero. La gente lo consolaba e intentaba socorrerlo. La culpa había desaparecido. Y es así como ahora, completamente recuperado, planea su siguiente golpe.  

viernes, octubre 01, 2010

La cena



Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

La cena

-Mi queridísimo, con este tiro se define. El poker de unos ya lo tengo, si saco uno más... Aspiró una honda bocanada de su puro y sonrió.
-¡Abajo!- gritó.
Efectivamente el seis me deslumbró con toda la opacidad de sus puntos negros.
-¡La apuesta, querido! Te espero en el living... ¿Soy la única que va a tomar whisky? No te olvides del hielo.
A regañadientes mi abuelo tomó la pila de platos y se dirigió a la cocina. Todas las noches apostaba con mi abuela por los platos sucios de la cena y todas las noches terminaba lavándolos con una resignación de delantal y esponja. Seguí a mi abuela a la sala. Ella ya estaba sentada en el viejo sillón con estampado de flores. Siempre me pregunté quién le habría regalado ese mueble, ya que en 27 años no la he visto con una flor. Cada maceta que le regalan perece a falta de agua o luz o simplemente se suicida después de algunos días en la casa.
El primer regalo que recuerdo de mi abuela fue un ta - te - ti. Al principio apostábamos porotos, tiempo después algunos caramelos que ella misma traía de regalo cuando nos visitaba. Por más que yo, con la enérgica obstincación de mis infantiles cinco años, practicara con el endemoniado ta- te- ti, perdía cabal y metódicamente frente a mi abuelita. He llegado al borde de las lágrimas. Pero mi abuela, ahora razono, se percataba de mi desasosiego y me dejaba ganar. Es que desde que tengo memoria, ella es una maestra del juego.
Mi madre me ha contado historias de su infancia y yo aún las recuerdo. A principio de mes, después de cobrar su sueldo como profesora de historia en un colegio secundario, desaparecía sin aviso en un casino y no se sabía más de ella. En más de una ocasión volvió sin un centavo, pero fueron más las veces que dobló o hasta triplicó su sueldo. Mi madre recuerda la amarga espera del abuelo en la casa, sentado en la misma cocina en que hoy cenamos los tres. Una cadena de cigarrillos en su boca y mi mamá en la habitación de al lado sin siquiera suspirar de preocupación. Cuando mi abuela aparecía y habia ganado, siempre tenía regalos para todos y el enojo de mi abuelo debía esperar a la intimidad de su cuarto de casados. Cuando perdía, que fueron unas pocas ocasiones, mi abuelo le hacía jurar que era la última vez que se escapaba al casino con la plata de todo el mes, promesa que quebraba el día de pago del mes siguiente.
Así vivieron durante décadas. Ahora mi abuela es jubilada y aún no ha perdido el amor por el juego. Ahora va con mi abuelo al casino. Hicieron varios viajes después de una noche de suerte. A mi me regalaron esta computadora en la que estoy escribiendo; a mi hermano su primer consultorio odontológico, equipado con el mejor instrumental; a mi mamá y mi papá su luna de miel en Cuba y una segunda luna de miel a París. Aún después de todos estos beneficios gracias al juego, nadie más en la familia heredó esta pasión. Creo que eso le molesta un poco y que mientras toma su medida de whisky por las noches, es un pensamiento que como un velo, le pesa sobre los ojos.
Suena un celular. Es el de mi abuela. Mi abuelo se lo regaló para saber a donde estaba. Cuando no atiende durante una hora sabe que es momento de ir al casino a buscarla. La que llama es una amiga con la que arregla para ir al bingo este sábado. Después de hablar por teléfono, se levanta y va a la cocina. Pienso que va a buscar hielo, pero no puedo estar más equivocada. Se fue a convencer a mi abuelo de ir al casino. Y ya que me he negado a acompañarlos, me toca a mi terminar de lavar los malditos platos de la cena.

sábado, septiembre 25, 2010

Y se detuvo el mundo

Matías llegó a su casa después de la facultad. Se había levantado a las 8, había trabajado 9 horas y lo único que deseaba a las 23.30 hs era tomar un vaso de coca y estar en la compu. Encendió su laptop y, cuando cargó el sistema operativo, abrió el msn. Sus amigos lo saludaban desde ventanas de 16 x 19 cms. Mientras saludaba a su novia se dió cuenta que tardaba en cargar su página de inicio. En el explorer, google dio error. Presionó actualizar página. Obtuvo el mismo resultado. Limpió el historial del explorer, eso seguro que resolvería el problema. Volvió a tipear: www.google.com. El mismo error lo sorprendió con su inesperada pero conocida data. Cargó facebook y pudo entrar a la página. Conexión tenía, la pudo chequear en su ícono de conexión de red inalámbrica. Además estaba chateando y el resto de las páginas cargaba. Sorprendido, decidió probar con firefox: lo mismo. Tan solo quedaba una posibildad: ¿era posible que google se hubiera caído? Le pidió a su novia que entrara en el buscador. Sofía le respondió: “ Sofi dice: amor, a mi tampoco me andaaaaaa!”. Sobrecogido, se dió cuenta de que no funcionaba. “Mati dice: Google no anda! debo estar soñando!!!! =S”. Y se detuvo el mundo.  

Proverb

Every cloud has a silver lining

martes, septiembre 21, 2010

¡Se come las eses!

Esto es parte del diálogo que tuvieron Juanita, maestra de tercer grado y Agustina, mamá de Pablo:

- Buen día señora Perez, gracias por venir.

- Buen día, Juanita. Digame, ¿por qué me citó? ¿Qué pasa con Pablito?

- Le comento: Pablito omite las eses...

- ¡¿QUE PABLITO SE COME LAS ESES?!

- Si, es un caso raro emp...

- ¡Esto es inaudito! Eso en casa no lo hace. Seguro que es por una mala influencia, nosotros, mi marido y yo, no somos grandes literatos, pero los dos tenemos formación universitaria. En casa tenemos libros, leí el Código da vinci completito; sin omitir ninguna página. Comprendo que quizás no fomentamos la lectura lo suficiente, pero hay otras cosas en la vida aparte de la lengua, sin ir más lejos mi marido es contador y yo soy bioquímica. Tiene que ser acá, en esta escuela, tiene que tener un mal ejemplo. ¿Juanita usted no se come las eses verdad? No, claro que no, usted es maestra. Pero quizás algun amiguito menos acomodado. ¡Mirá vos! Uno lo manda a una escuela privada pensando que deja a su hijo en manos de gente bien y mirá con lo que se encuent...

Juanita se mordió el labio nerviosamente y le extendió el cuaderno de Pablito. Agustina leyó:

Marte* 15 de *eptiembre, día de *ol

El perro corre.

El gato ronronea.

El *apo *alta.

El pájaro vuela.

- ¡Ah!- dijo Agustina- ¡Omite las eses!- se puso colorada a más no poder. Nunca había estado más avergonzada.

- Sí- dijo Juanita- . Como le decía, empezó el martes pasado. Calculo que es una broma, algo para pasar el tiempo. Hable con él por favor.

- Si, claro. Gracias Juanita. Y disculpeme por lo que le dije.

- No hay problema, dijo Juanita con una sonrisa poco convincente.

Agustina se fue caminando por el pasillo. Bajó la escalera, salió del colegio y subió al auto. Como suele ocurrir habitualmente con la gente que habla demasiado, la tierra no la tragó.  

domingo, septiembre 19, 2010

¿Mi vida?

Adela amasa la pasta, troza la albahaca y la arroja a la salsa. De la alacena saca la sal y sala la salsa. La gusta: la salsa ya está. 
¡Llora la beba! Adela la alza y abraza. Ana calla. Largamente la amamanta, Ana traga y traga hasta que calma. 
Adela ama la casa, en especial la sala. Blanca y larga es la sala, amplia. Adela lustra la plata y cambia de agua las plantas. 
Tabatha, la gata, maúlla exaltada. Adela la saca al zaguán: -¡Andá a maullar allá!- exclama enfadada. 
¡Cuántas cosas pasan! ¡Cansa trabajar de ama de casa! Andar de acá para allá atareada toda la jornada. 
Adela no es haragana: lava las sabanas y la manta de lana, saca la tabla y plancha la bata a rayas, sin nada de marcas. 
Adela esta cansada y la asalta la pausa. Llora lágrimas amargas: ¡Pobrecita Adela, se le escapó la vida!

jueves, septiembre 16, 2010

Ruinas Circulares

Cerró los ojos y abrió una puerta. Caminó a tientas unos pasos por la habitación en esa vieja casa sin sentido que había heredado y que estuviera deshabitada. Estaba débilmente iluminada y un gran ventanal cubierto de una gruesa tela decoraba el sitio de manera lúgubre y densa. Allí dentro, abriendo y cerrando puertas, había perdido la noción del tiempo y el espacio. Se preguntó cuántas piezas más hubiera en esa mansión de la que de niño escuchara a su hermano decir que era laberíntica. Cerró los ojos y abrió una puerta.  

lunes, septiembre 13, 2010

Humedad

 “Llueve, la ropa va a quedar con olor a humedad”.
Brenda miraba por la ventana y pensaba en el momento en que Martín volviera a buscar su ropa. Miraba impaciente su celular como si el mensaje de texto pudiera materializarse frente a sus ojos gestado por el poder de su deseo: “Bren, cuando puedo pasar por casa a buscar las cosas y tomamos un café?, de Martín Cherniaski. Pero la lluvia se escurría frente al vidrio de su ventana y el celular no sonaba.
Recordó el roce de su pecho en la espalda, cuando dormían por las noches. Juntos, puros, intocables en su reino onírico, pletórico de luna y maullidos; soñando vagar eternamente por callejuelas solitarias, ebrios, fundidos en un abrazo de a dos. Sonó el celular. Mensaje de Martin Cherniaski: “Brenda, olvidate de mí. Tirá mis cosas, no voy a volver a casa”.
Obediente y sumisa, Brenda se dirigió al lavadero. Descolgó su ropa. Abrió la puerta del balcón y arrojó las prendas con toda su fuerza. Los calzoncillos flamearon indignos en caída libre desde el noveno piso. Sonó un celular. Mensaje de Brenda Cerutti: "Ok".
Por la mañana, una media luchaba por su vida pendiendo del alcantarillado. Un barrendero pasó con su escoba y se la llevó. La lluvia se arremolinaba frente a la ventana del balcón. Brenda dormía, pura, intocable en su reino onírico, pletórico de luna y calzoncillos voladores.  

jueves, septiembre 02, 2010

Ilustración




ILUSTRACIÓN POR LUCIA MARTINA RUIZ LOPEZ

La revolución

Cerró los ojos, tragó aire y se quitó el vestido. Comenzó a caminar por la avenida Corrientes completamente desnuda, serpenteaba entre los autos dejando un halo de incredulidad en los transeúntes, en los conductores desaforados y atónitos. Un hombre, desde el interior de su 206 plateado dejó de hablar por celular cuando ella asomó por su ventana, unos niños enfrascados en una Kangoo comenzaron a saltar en el asiento trasero y una dama en su Chrysler le lanzó una mirada entre sorprendida y ofendida, como si su desnudez fuera un oprobio.
Marina disfrutaba del espectáculo que ella misma estaba dando, vibraba extasiada, su cuerpo delgado y publicitario estaba pletórico, ebrio de energía. Día tras día había recorrido la transitada avenida, desde Zival’s (era vendedora) a su casa, desde Zival’s a Marcelo – T (y un proyecto de socioloca), desde Zival’s a Liberarte (además cinéfila), desde Zival’s al Lorange o al San Martín y después a Güerrin por unas enormes porciones de pizza de verdura (vegetariana, obvio) con unos helados porrones de cerveza (pero no abstemia, en absoluto).
Marina con sus veintitrés, con su cuerpo desnudo y su pubis expuesto estaba haciendo la revolución. Ese gesto tan simple, tan sencillo como puede ser el de desprenderse de un ropaje, un acto tan cotidiano como el desvestirse estaba tornándose en un fragmento de Telenoche, en un recuadro de Clarín. Era como un granito en la punta de la nariz o un pocito de celulitis en la cola de Nicole Neumann, posando para la última portada de la Cosmo.
Avanzaba con decisión sobre sus stilettos animal-print Ricky Sarkany, cada paso que daba era peor que una bofetada, que un escupitajo en la cara de la hipocresía solapada porteña que se viste de traje y attache. Su cuerpo era un clamor violento, algo así como el Grito de Edvard Munch desparramándose corrosivamente por la avenida y aturdiendo a los ciudadanos más respetables y decorosos.
Marina disfrutó cada uno de sus pasos, los paladeó golosamente, se sintió maravillada, seducida por el poder que su propio cuerpo podía otorgarle, liberado de los nimios retazos de tela que a diario lo constreñían y lo envolvían en la anomia signada por las casas de moda, por las nuevas tendencias y los colores de la última temporada.
Se detuvo en Corrientes 1555 y entró. Caminó sin titubear entre los clientes boquiabiertos (algunos casi jadeantes) y presentó en el mostrador el vhs que cargaba en la mano. “Vengo a dejar esta película”, espetó con una naturalidad que rayaba el desenfado. El muchacho que atendía estaba perplejo y no fue capaz de articular palabra. Apoyó la caja plástica sobre el mueble, “Cuando pienso en el Che” estaba lista para ser consumida visualmente por otro cinéfilo amigo. Marina dio media vuelta y se fue sintiéndose díscola, pionera y orgullosa de su propia rebeldía, sabiéndose dueña y creadora de su propia y primera pequeña revolución.