miércoles, febrero 02, 2011

Nieve y Valentina


Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

Nieve y Valentina

Valentina era una niña muy rubia. Tenía el cabello largo, casi le trepaba por la cola. No era lo que se dice lacio así como tampoco enrulado, pero algunas leves ondas le coronaban la carita pecosa de hada traviesa. Su nariz respingada se arrugaba cada vez que algo no era de su agrado. Por ejemplo, se sentaba a la mesa a almorzar y encontraba bastoncitos de espinaca en vez de papas noisette y un leve frunce aparecía justo en la parte superior de sus fauces. No obstante, ya había aprendido que no podía rezongar por la comida. Así que con frunce y todo metía el bastoncito en su boca. Masticaba y en cualquier momento de distracción de la madre, procedía a envolverlo en la servilleta que muy cautelosamente mantenía siempre en su regazo y luego tiraba a escondidas.
Era una muchachita de tan solo siete años. Sin embargo era capaz de espiar a su papá y su mamá y saber que había una pastillita que su madre tomaba todas las mañanas antes del café, mientras creía que su hija estaba en el baño, de la que no quería hablar. Ya le había preguntado una vez si estaba enferma y si tomaba remedios, pero su mamá lo negó rápidamente. Del mismo modo, había una cajita de madera secreta con un olor muy rico que su papá y su mamá guardaban celosamente arriba de la biblioteca, para que ni ella ni Teo puedan agarrarla. Tan solo diez años más tarde Valentina descubriría que se trataba del escondite de marihuana de sus bienamados padres.
Teodoro era el hermanito menor de Valentina. Tenia tan solo cuatro años. Con el nacimiento de Teo, Valentina no solo se puso más alegre y altanera, sino que incrementó la cantidad de juguetes a su alcance como ninguna, además de un pequeño soldado dispuesto a cumplir cada orden que ella le diera. Como por ejemplo hurgar en los bolsillos de los abrigos tanto de los padres como de los invitados para sacar algunas de sus monedas y comprarse caramelos. Nadie, en tres años que Valentina lleva a cabo esta pequeña delincuencia, parecía haberlo notado. Algún que otro amigo que viajaba en colectivo o alguna protesta del padre por no tener para el parquímetro han llegado a los oídos de la pequeña. Ella tan solo se queda muy tiesa y ruega porque una vez más la madre alegue distracción o extravío.
La vida de Valentina era una vida acomodada. Era, lo que se dice, la reina de la casa. Tenía decenas de juguetes, suyos y de su hermano de los cuales se apropiaba por ley transitiva. Era dueña del control remoto de la tele y el dvd, jugaba a toda hora con la Nintendo wii y tenía su propio teléfono celular. Vivía en una casa enorme en el barrio de Villa Urquiza, donde había habitaciones de sobra. Tenían también un quincho y una pileta que los hacía felices los días de verano. Además la familia había adoptado un precioso gatito blanco. Era blanco como la espuma del mar en verano, era suave y era muy juguetón. Así que casi nada faltaba para que este fuera un cuento de colorín colorado, feliz Valentina vivió su reinado.
Pero Nieve fue el único de la casa que osó enfrentar a Valentina en su reinado ya que al gato no le interesaban las ingeniosas piedritas ultra absorbentes que yacían en su litera. Casi siempre las usaba, pero cada vez que veía la oportunidad se escabullía por la puerta entreabierta del cuarto de Valentina y hacía pis nada más y nada menos que en su cama. Así, cuando la muchachita llegaba del colegio se encontraba con la cama húmeda y un olor que por la noche la atormentaba como mil demonios aullando.
A Nieve lo adoptaron en Octubre y era bebé. Valentina lloraba cada vez que encontraba un regalito en su cama y decía que no quería que se quedara más en la casa, pero la verdad es que nadie más tenía objeciones contra el gato. Los padres pensaban que era una travesura de un cachorro y que ya dejaría de hacerlo pronto. Hasta le compraron un colchón nuevo a Valen que para que no se quejara del olor, pero Nieve se encargó de marcar territorio muy pronto.
Una tarde radiante de Noviembre en la que Valentina estaba preciosa con sus dos colitas sucedió. Encontró a Nieve en su cuarto, justo intentando limpiar con sus pequeñas garras el pis que había hecho en la cama de la niña. A Valentina se le frunció la nariz. Sin pensarlo mucho abrió uno de sus cajones, se puso guantes, tomó al cachorro por el lomo y fue al jardín. Se acercó a la pileta que estaba recién llena y sumergió al gato. El felino se sacudía con toda su fuerza, intentaba arañar a la niña enfundada en asesinos guantes de esqui, pero no podía. Se sacudió entre esas manitos infantiles, luchando por un oxígeno que no llegaría nunca.
El gato dejó de estremecerse. Valentina se sacó los guantes y los escondió en el lavadero. Entró a la casa y se sentó en la mesa. La madre le sirvió leche chocolatada. Aún con la nariz fruncida la probó. Tenía el mismo sabor delicioso de siempre. Se la bebió de un sorbo y se relamió hasta la última gota.