martes, noviembre 29, 2011

Sonrisa


El taxi llegó dentro de los cinco minutos confirmados por la compañía. Lo hizo saber tocando bocina en la puerta de la casa. Él se puso su enorme mochila y ella cogió su equipaje de mano y de vida, ya después de un año de visitar el mundo. El taxista abrió el portaequipajes y allí cayeron sus pertenencias. Se abrazaron. Él subió al auto y se fue. Ella se despidió con un largo adiós como conjuro para olvidar su sonrisa.  

jueves, octubre 20, 2011

Rojo


Ilustración por Lucía Martina Ruiz López

Rojo


Escasamente iba a Buenos Aires, mucho menos en verano. No obstante, las circunstancias lo forzaban. Sentía el calor húmedo y pringoso en su piel pegada a la de quién sabe qué porteño con musculosa, apresurado en el subte por llegar a Callao o a Los Incas. Se abrió paso a empujones entre la muchedumbre y como pudo se bajó en Uruguay. Por un segundo, la idea de refrescarse en la superficie lo alegró. Al salir por las escaleras mecánicas pudo comprobar a pleno rayo de sol que había olvidado los veranos en la ciudad: sintió que se derretía sobre el pavimento. Arrastró su bolso y fue directo a un hotel que le había recomendado su amigo Hugo ayer por la tarde. Quedaba por Uruguay y Bartolomé Mitre, cerca de tribunales. Le iba a ahorrar muchos viajes en colectivo o taxi por la ciudad.

Se registró y subió a la habitación. Aparentemente el conserje consideró que su equipaje no justificaba la compañía de un maletero. Abrió la puerta y lo lanzó encima de la cama de dos plazas. La habitación tenía una ventana que abrió de inmediato. El ruido de la calle no se hizo esperar. Además de la ventana, el lecho y un espejo, no había mucho más que ver. Un desvencijado mueble para guardar la ropa que debía tener casi su misma edad completaba el adusto mobiliario. La cama apenas dejaba espacio para el pequeño televisor prehistórico, cuyo polvo delataba que aún no se había enterado de las pantallas de plasma. Se dio una ducha de agua fría y se dedicó a mirar televisión con su pubis expuesto. La piel de la espalda le ardía con el roce del cubrecamas bordó.

-¡Maldito verano porteño! - pensó. - ¿Quién la manda a Inesita a fallecer un 4 de Enero?

Observó que Buenos Aires en verano era un infierno y que los porteños debían tener algo de demonios, porque soportar 38° centígrados era algo sobrenatural. Comenzó a dormitar mientras pensaba en la cita con el Dr. Peña el día siguiente temprano. Estaba decidido a tratar todo lo ateniente al testamento y la sucesión en el menor tiempo posible. Gracias a la feria judicial, lo veía complicado. El Doctor era una rara excepción que debido a su edad no se tomaba vacaciones y este abogado no se hacía más joven con el paso del tiempo. Casi como cualquier otro mortal.

Él era el único heredero de Inesita Aliaga de Azurduy, su abuela. Su padre no pudo competir con la longevidad de la anciana y cayó víctima de un cáncer de colon dos años atrás. Una propiedad en Talcahuano y Paraguay era suya. Qué iba a hacer con un departamento de 3 ambientes en plena Ciudad Autónoma de Buenos Aires era algo que aún desconocía. La genealogía de Don Pedro Argentino Azurduy terminaba con él y sus improbables chances de contraer matrimonio o tener un hijo con una prostituta ocasional.

Se quedó dormido con la esperanza de que por la noche la temperatura bajara. A las ocho de la noche se despertó y el cielo aún estaba claro. Buscó un noticiero en el televisor que continuaba encendido. Su mente razonaba que, debido a la hora, el descenso de la temperatura debía ser casi condición sine qua non; pero su cuerpo sudado le transmitía lo contrario. Encontró en el zócalo derecho de un canal la información que tanto ansiaba: 37° no era su idea de una baja en la temperatura. Se enfadó con la inclinación del eje terrestre y la latitud de Argentina y, en especial, con el solsticio que comenzaba el 21 de Diciembre.

Se duchó por segunda vez en el día con agua fría y decidió cubrir su pubis para salir a la calle y comer una cena frugal. Salió del hotel y se ofuscó por la humedad del aire. Ya no quería seguir caminando entre esa baba infernal que se le pegaba a la piel, mezclándose con su propia transpiración y mojándolo a cada paso. Rápidamente encontró un kiosco abierto y compró dos yogures con cereal y un agua. La botella de litro y medio estaba más húmeda que fría.

Volvió de muy mal humor al hotel. La chomba ya estaba sudada. Cerró de un portazo la puerta de la habitación, tiró la bolsa de plástico blanca sobre la cama. Se sacó las sandalias de cuero, las bermudas color caqui y la chomba que estaba visiblemente mojada. Maldijo su suerte y su pequeña fortuna en Capital Federal. Su piel ardía y el sol ya estaba oculto. Tenía un calor demencial. La tercera ducha de agua fría no se hizo esperar. Los boxers quedaron colgando del bidet del baño.

Se tragó la cena frugal y tomó toda la botella de agua. La sed era insoportable. Como dormir no podía, se quedó mirando la televisión vacíamente. Cambiaba de canal pero en lo único que podía pensar era en el calor que sentía. La piel contra el cubrecamas le ardía de manera tenue pero innegable. Pensaba en ello como quien se quema con una cuchara caliente al revolver la sopa mientras se cuece y solo luego de varios segundos se da cuenta.

La señal de alarma lo alertó con una ampolla. Saltó de la cama y quitó la pieza de blanquería. Se encontró con sábanas rojas. Lo asaltó la sorpresa, no era su idea de higiene y respetabilidad. Se preguntó por qué la ubicación y el precio del hotel incidieron tanto en su decisión de seguir el consejo de Hugo. Hundió su rostro en la ropa de cama y descubrió que era suave, más suave de lo que había imaginado. Por otro lado, olían a perfume de lavandería. Se tranquilizó un poco.

Pensó que el cubrecamas, ese cubrecamas que usan todos los clientes para acostarse y apoyar cuánta cosa se le ocurra o hacer quién sabe qué cosa en ese hotel de mala muerte, le había dado alergia. Decidió ducharse y buscar un bar para tomarse un whisky. Era casi las 1 de la mañana y todavía no había apagado el televisor. Se duchó por cuarta vez con agua fría. Odió cubrir su cuerpo con ropa, sin embargo, esa era una obligación que no podía pasar por alto. Así como la cita con el Dr. Peña a las 9 am de ese jueves.

Bajó a la recepción y le preguntó al conserje por un bar abierto. Amablemente, Facundo Solís, encargado de pasar largas horas de vigilia a fuerza de mate, ofreció traerle del bar la bebida que quisiera debido a que esa hora por estas fechas no había ningún bar abierto en cuadras a la redonda. Además tenían tiempo de sobra en el palier y la noche era larga. Aceptó ese favor como si hubiera sido el primer acto amistoso que le ofrecía la ciudad desde su llegada a Retiro. Tomó su primer whisky y notó que Facundo, ese joven, para conserje era bastante buen bartender. La medida y la cantidad de hielo eran perfectas. Además no lo había engañado con la etiqueta. Se contentó y tomó tres whiskies más. Relajado, habló con aquel joven estudiante de turismo hasta que recordó su cita por la mañana.

Entró a la habitación, su cuerpo estaba flojo. Estaba en paz con la situación. Se desvistió perdiendo el equilibrio de a ratos. La ropa quedó regada en el piso, formando una vista aérea de la habitación bastante colorida. Se acostó en la cama de un tumbo e increíblemente, olvidó el calor y se cubrió con las sábanas. La música que sonaba en la televisión que continuaba encendida, lo ayudó a dormirse con un sueño magnífico: soñó que las notas se convertían en caminos de colores, como un arcoiris que lo rodeaba y era suave y perfumado como las sábanas que lo envolvían. Comenzó a sudar entresueños, el rojo de las sábanas se oscureció con su figura bípeda. Los colores lo envolvían, lo rodeaban. Se comenzó a sentir ahogado, acalorado. La mancha de las sábanas rojas se extendió. No podía despertarse y sentía un calor exorbitante, extrasensorial.

El Dr. Peña llamó a las 9,45 am al hotel a preguntar por el Sr. Azurduy. Transfirieron la llamada a la habitación, pero no hubo respuesta. El conserje tomó el mensaje. A las 15 horas, una de las mucamas de la tarde llamó la atención del encargado con sus gritos histéricos. Como el Sr. Azurduy no había respondido a sus golpecitos en la puerta pensó que no estaba o que no la oía debido a la televisión encendida a alto volumen. Presa del hábito, había entrado a cambiar las toallas y hacer la cama. Lo encontró carbonizado bajo las sábanas rojas (las manchas de sudor ya estaban secas). El extraño caso de su deceso salió por televisión.

domingo, octubre 16, 2011

Refresco


Un hombre cruzó caminando aquella parte de parque que separa los lagos de Palermo de los bares de Pampa y Figueroa Alcorta. El sol primaveral era ideal para footing, así que no desentonó cuando se sentó en una de las mesas de afuera de Selquet vestido con jogging y remera. Un mozo vestido de impecable uniforme se acercó a su puesto al cabo de unos pocos minutos y le dijo:

- Buenos días, ¿qué le puedo servir? - y apoyó una carta en la mesa.
-Quiero pis – dijo aquel hombre, con la mirada perdida entre los árboles. Su voz era apenas audible pero firme.
- ¿Disculpe? - comentó dubitativo. - El baño queda bajando las escaleras, pasando la barra.
- Quiero pis... - repitió aquel cliente mirándolo fijamente.
- Señor, disculpe. No le comprendí bien – dijo perplejo el camarero.
- ¡¿Es que acaso usted es sordo o idiota?! ¡Le dije claramente que quiero pis! ¡Y traiga mi vaso con hielo que quiero refrescarme!

El mozo levantó una ceja, miró fijo a ese señor, no dijo palabra y se fue. Al cabo de unos minutos volvió con su resplandeciente vaso con hielo y bebida dorada. Después de todo, el cliente siempre tiene la razón.

lunes, mayo 02, 2011

Relaciones Oníricas


Ilustración por Lucía Martina Ruiz López

Relaciones Oníricas


Relaciones Oníricas


Entró al consultorio dando un portazo involuntario, del que se disculpó de manera incierta con un gesto en los labios. Estaba vestida con un traje ceñido y rayado de color beige, muy a la moda, muy Zara. El conjunto ejecutivo estaba complementado por unos lentes Infinit de color negro y un discreto celular que guardó de inmediato. Tenía el cabello corto y negro azabache. Sus ojos eran de un azul germánico y glaciar. Tenía la mirada de una muñeca antigua de porcelana.
Dejó el portafolios a un costado del diván. y sin ceremonias comenzó la sesión casi sin mirarme. Desenfundó un paquete de Gitanes y sin preguntar si me molestaba que fumara, encendió el cigarrillo. Abrió la boca y escupió sus intimidades con la misma entonación de quien dicta un informe.
-        Vengo porque hace muchos días que tengo el mismo sueño. Bueno, con algunas variaciones, pero en principio es siempre igual. Sueño que tengo pene y que cada noche penetro a mis empleados. Todas las noches es un empleado distinto, lo raro de todo esto es que únicamente me pasa con los hombres. Yo soy heterosexual, actualmente estoy en pareja. Tenemos una vida sexual sana y activa. No planeamos tener hijos, no es conveniente para nuestras carreras. Mi novio, Gerardo, nunca está en mis sueños. Solo me pasa con los hombres que trabajan conmigo.
-        Buenas, tardes. Mi nombre es Felipe Innocenti. Veo que su visita tiene un objetivo muy claro, Srta. Aïs.
-        Si, quiero resolver este inconveniente. - respondió impasible, casi como si en lugar de estar conversando con una persona, su psicoanalista, estuviera hablando con su Notebook – Francamente me interesaría tener otra clase de sueños, o al menos dejar de soñar que tengo pene y abuso de mis empleados. Anoche, soñé que encontraba a Tomás en la fotocopiadora, le pedía que hiciera una copia de unos memos y me contestaba que no podía ya que no había papel. Él es el que se encarga de llevar la cuenta del stock de insumos de oficina de nuestro departamento, entonces yo me encolerizaba muchísimo, muchísimo y me crecía un pene enorme. Entonces lo que hacía era penetrarlo por la cola y ambos lo disfrutábamos. ¿Entiende que Tomas es tan solo un muchacho? Tiene 21 años y en mis sueños yo lo penetro.  
-        ¿Usted encuentra a Tomas atractivo?
-        No, no particularmente. Así como tampoco a mis otros 12 compañeros de trabajo con los que ya tuve relaciones oníricas.
-        Sexualmente, ¿usted disfruta de estos encuentros en sus sueños?
-        Si, mucho. Me encanta la sensación de tener un pene y poder penetrarlos.
La Srta. Aïs me golpeó con su mirada azul. Un leve rubor involuntario enardeció mis mejillas. Bajé la mirada, un tanto avergonzado. La mujer, captó mi gesto de inmediato. Su torso y sus rectos modales, tan mecánicos y calculados cesaron. Ella cambió de olor, tenía el aroma de un animal cargado de sexo. Se sentó en el diván y de un salto se incorporó en los tacos de 9 cm. Comenzó a caminar por la habitación, abusando de su gitane.
-        Es una sensación completamente primitiva e increíblemente poderosa, casi como un orgasmo furioso.
Se paró frente a mí, mirándome fijamente. Fumaba observándome, alta, amenazante, a punto de devorarme. Mis años de estudio, mi doctorado, los congresos, nada importaba: tan solo su pollera. La Srta. Aïs posó su cigarrillo en el cenicero de mi escritorio. Me miró escrutándome, entrecerrando la mirada. Se acercó y sin decir palabra, me tomó por la cintura, me levantó y metió sus dedos helados en mi entrepierna. Me quitó los pantalones con un gesto frío y mecánico, dejó mi sexo desnudo y completamente erecto al descubierto. Sin mirarlo si quiera, me condujo hacia el escritorio. Se puso a mis espaldas y comenzó a acariciar mi pene mientras penetraba mi cola con sus dedos.
El efecto fue abrumador, de inmediato eyaculé en su mano. Al sentir mi orgasmo entre sus dedos, se detuvo. Miró el semen como quien observa una obra de arte y se lo llevó a la boca. Se relamió unos segundos. Me subió los pantalones y se dirigió al baño. Me quedé estupefacto, parado en medio de la habitación. Abrió la puerta y salió como si nada hubiera pasado. Tomó su portafolios, su saco y con la misma frialdad con la que entró me dijo:
-        Doctor Inoccenti, esta sesión fue muy provechosa. Mi secretaria se contactará por los honorarios. Que tenga muy buenas tardes.        
Sin más, cerró la puerta y se fue: la habitación olía a sexo. 

lunes, abril 04, 2011

El llamado

s

Fotografía por Matías Rodriguez

El llamado

- ¿Miguel llamó?
- No, Isa. ¿No se acuerda que Miguel está trabajando?
- ¿Y cuándo vuelve? Yo lo extraño mucho...
- Pero Isa, Miguel trabaja tanto. Además en Venezuela no es como acá, no hay teléfonos en todos lados. ¿Qué hace?
- Yo lo extraño mucho. Lo voy a llamar.
- Dejeme ayudarla, Isa.- La mujer tomó a la anciana por debajo de los brazos y la ayudó a sentarse en el borde de la cama. Le acomodó un mechón de cabello blanco que se cernía sobre sus ojos brillantes. La pena se asomó por el lacrimal y rodó por las mejillas rugosas.- No se ponga triste, Isa. Ya va a llamar.
- ¡Quiero hablar con él ahora! ¡Soltame, puta! ¡Vos no querés que yo lo llame, no querés que le cuente que me pegás con un cinto! ¡Vos me querés matar a mi!
- Isabel, en un ratito llama Miguel. No se preocupe.- la voz era dulce y pausada. Con su mano limpió el llanto en el rostro ajado.
- ¡Me estás mintiendo, puta!-tomó la mano de Nora con violencia- ¡Dame el teléfono!- la anciana se estremeció.- ¡Damelo te digo!- gritó furiosa mientras se incorporaba.- ¡Te voy a cagar a palos!
Nora rodeó a la anciana por la cintura mientras ésta se sacudía, la ayudó a levantarse y la acercó a la ventana. Le señaló el cielo gris y la tormenta furiosa.
- Es que con esta lluvia no andan los teléfonos, Isa. Cuando termine de llover vuelve la línea y ahí nomás lo llamamos.
- Cuando termine la lluvia...
- Exacto, cuando termine la lluvia lo llamamos. Siéntese, mire que bonitas las gotas, cómo se deslizan contra el vidrio.
La anciana apoyó sus manos de papel en el vidrio. Miraba silenciosamente por la ventana. La acomodó en el asiento y le recogió el cabello. Permaneció a su lado unos minutos. Isabel fue recobrando la calma progresivamente.
Con su habitual eficiencia, Nora tomó el parte médico y anotó: “durante el transcurso de la tarde, la paciente ha sufrido tres episodios de violencia. Aumentar dosis de calmantes por la noche”. Ahora podía dedicarse a terminar el autodefinido. Hijo de Jacob y de Zilpa, cuatro letras...
- ¿Ya llamó Miguel?- las palabras brotaron entrecortadas, casi en un susurro, interrumpidas por una incipiente somnolencia.
- Si, Isa, ¿no recuerda? Habló con usted hace tan sólo unas horas. Le esta yendo bien en Venezuela, ¿no?
- Bien, muy bien... Lo extraño tanto...
- Quédese tranquila Isa, ya va a venir de visita.
No hubo respuesta. La anciana dormía. Nora tomó la revista nuevamente: memoria, antónimo.

martes, marzo 01, 2011

Una vida


Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

Una vida

El hombre uniformado apuntó con precisión y sin pena. Apretó con firmeza el gatillo y la bala sonó fuerte y clara en el silencio de la madrugada. Salió disparada y cortó el aire fresco con la exactitud de un cuchillo recién afilado. A su alrededor el mundo estaba detenido, ya no giraba y los relojes de arena habían dejado de desmigajarse en las casas. Las agujas de los minuteros dejaron de correr en aquel preciso instante crucial.
La muchacha veía con horror la muerte que se aproximaba, veloz e implacable. Estaba golpeada, cansada y ensangrentada. Hacía meses que no veía a ninguno de sus amigos ni parientes. Había sido arrancada de su propia vida por unas garras atroces e inclementes. Éstas tan solo servían para desgarrar, descuartizar, rasgar, despedazar y quebrantar almas, personas, madres e hijos. Amigos y hermanos, esposas y esposos, primos, tíos, familias enteras sin ningún tipo de reparo.
Tomó la última bocanada de aire fresco. La garganta estaba seca y en la boca tenía el metálico sabor de la sangre al que ya se había acostumbrado a fuerza de cachetazos y patadas. Pensó en ella, en su destino. Ya no vería nunca más un amanecer como este, sus ojos ya no recorrerían el cielo en busca del alba, del sol desperezándose en el firmamento. No vería las nubes rosadas, bellas y esponjosas vagar a la deriva en el mar celeste y sin agua.
Pensó en los hijos que ya no podría dar a luz. No disfrutaría del milagro de sentir una vida gestándose en su vientre, de verla crecer, de percibirla moverse y danzando dentro de su ser. No lograría sostenerla entre sus brazos para darle la bienvenida al mundo tal como había deseado en tantas oportunidades. No podría abrazarla y sentir el calor invadiendo su piel, llenarse de aquella vida.
No pasaría tardes enteras con su marido buscando el nombre perfecto para el bebé. Ya no podrían discutir acerca de si Marcos o Agustín era mejor que Sebastián o Gerardo. No alcanzaría a arrugar la nariz y hacer puchero, a fingir ese enfado juguetón con el que siempre terminaban sus tontas discusiones. Él ya no se acercaría a abrazarla y a hacerle cosquillas en su panza abultada para que riera con su carcajada musical y alegre.
Pensó en todas aquellas personas a las que ya no ayudaría. No podría curar más a ningún anciano ni niño. Tampoco llegaría a calmar más a madres intranquilas por la fiebre del nene. No atendería más a ninguna de esas personas, la posibilidad de quitarles aquella dolencia o tan sólo escucharlos, como necesitaban en ocasiones, le estaba siendo robada, en ese momento exacto.
Pensó en todos los abrazos que no podría dar, todas las caricias que ya no llegaría a entregar. Aquellos besos que quedarían atrapados en sus labios sin aliento, queriendo salir desesperados. Recordó todas las canciones que no volvería a cantar bajo la tibia lluvia del baño, todos los colores que conforman la increíble paleta del mundo y que no volvería a ver. Imaginó todas las risas que no estallarían en su boca, todas las lágrimas que no se escurrirían de sus ojos verdes para precipitarse por sus mejillas.
La bala, imperturbable, seguía recorriendo su camino. ¿Acaso sabía el desastre que ocasionaría?¿Intuiría el poder que tenía, la vida que extinguiría? ¿Conocía el milagro de su risa única y su mirada irrepetible? ¿Lo inefable de su singular existencia, entre tantos millones de seres humanos? ¿Entendería que en toda la historia, en todo el mundo, entre todas las personas, nadie, nunca, jamás sería igual a aquella muchacha que mataría en ese preciso instante?
Penetró la carne limpiamente, sin margen de error. El cuerpo se desplomó en el piso, inerte y estático. La sangre comenzó a brotar exaltada. Se escabullía entre el pasto, como si quisiera huir de tamaño espanto. El suelo comenzó a teñirse de rojo, al igual que lo hace el cielo a la hora en que el sol nace. 

miércoles, febrero 02, 2011

Nieve y Valentina


Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

Nieve y Valentina

Valentina era una niña muy rubia. Tenía el cabello largo, casi le trepaba por la cola. No era lo que se dice lacio así como tampoco enrulado, pero algunas leves ondas le coronaban la carita pecosa de hada traviesa. Su nariz respingada se arrugaba cada vez que algo no era de su agrado. Por ejemplo, se sentaba a la mesa a almorzar y encontraba bastoncitos de espinaca en vez de papas noisette y un leve frunce aparecía justo en la parte superior de sus fauces. No obstante, ya había aprendido que no podía rezongar por la comida. Así que con frunce y todo metía el bastoncito en su boca. Masticaba y en cualquier momento de distracción de la madre, procedía a envolverlo en la servilleta que muy cautelosamente mantenía siempre en su regazo y luego tiraba a escondidas.
Era una muchachita de tan solo siete años. Sin embargo era capaz de espiar a su papá y su mamá y saber que había una pastillita que su madre tomaba todas las mañanas antes del café, mientras creía que su hija estaba en el baño, de la que no quería hablar. Ya le había preguntado una vez si estaba enferma y si tomaba remedios, pero su mamá lo negó rápidamente. Del mismo modo, había una cajita de madera secreta con un olor muy rico que su papá y su mamá guardaban celosamente arriba de la biblioteca, para que ni ella ni Teo puedan agarrarla. Tan solo diez años más tarde Valentina descubriría que se trataba del escondite de marihuana de sus bienamados padres.
Teodoro era el hermanito menor de Valentina. Tenia tan solo cuatro años. Con el nacimiento de Teo, Valentina no solo se puso más alegre y altanera, sino que incrementó la cantidad de juguetes a su alcance como ninguna, además de un pequeño soldado dispuesto a cumplir cada orden que ella le diera. Como por ejemplo hurgar en los bolsillos de los abrigos tanto de los padres como de los invitados para sacar algunas de sus monedas y comprarse caramelos. Nadie, en tres años que Valentina lleva a cabo esta pequeña delincuencia, parecía haberlo notado. Algún que otro amigo que viajaba en colectivo o alguna protesta del padre por no tener para el parquímetro han llegado a los oídos de la pequeña. Ella tan solo se queda muy tiesa y ruega porque una vez más la madre alegue distracción o extravío.
La vida de Valentina era una vida acomodada. Era, lo que se dice, la reina de la casa. Tenía decenas de juguetes, suyos y de su hermano de los cuales se apropiaba por ley transitiva. Era dueña del control remoto de la tele y el dvd, jugaba a toda hora con la Nintendo wii y tenía su propio teléfono celular. Vivía en una casa enorme en el barrio de Villa Urquiza, donde había habitaciones de sobra. Tenían también un quincho y una pileta que los hacía felices los días de verano. Además la familia había adoptado un precioso gatito blanco. Era blanco como la espuma del mar en verano, era suave y era muy juguetón. Así que casi nada faltaba para que este fuera un cuento de colorín colorado, feliz Valentina vivió su reinado.
Pero Nieve fue el único de la casa que osó enfrentar a Valentina en su reinado ya que al gato no le interesaban las ingeniosas piedritas ultra absorbentes que yacían en su litera. Casi siempre las usaba, pero cada vez que veía la oportunidad se escabullía por la puerta entreabierta del cuarto de Valentina y hacía pis nada más y nada menos que en su cama. Así, cuando la muchachita llegaba del colegio se encontraba con la cama húmeda y un olor que por la noche la atormentaba como mil demonios aullando.
A Nieve lo adoptaron en Octubre y era bebé. Valentina lloraba cada vez que encontraba un regalito en su cama y decía que no quería que se quedara más en la casa, pero la verdad es que nadie más tenía objeciones contra el gato. Los padres pensaban que era una travesura de un cachorro y que ya dejaría de hacerlo pronto. Hasta le compraron un colchón nuevo a Valen que para que no se quejara del olor, pero Nieve se encargó de marcar territorio muy pronto.
Una tarde radiante de Noviembre en la que Valentina estaba preciosa con sus dos colitas sucedió. Encontró a Nieve en su cuarto, justo intentando limpiar con sus pequeñas garras el pis que había hecho en la cama de la niña. A Valentina se le frunció la nariz. Sin pensarlo mucho abrió uno de sus cajones, se puso guantes, tomó al cachorro por el lomo y fue al jardín. Se acercó a la pileta que estaba recién llena y sumergió al gato. El felino se sacudía con toda su fuerza, intentaba arañar a la niña enfundada en asesinos guantes de esqui, pero no podía. Se sacudió entre esas manitos infantiles, luchando por un oxígeno que no llegaría nunca.
El gato dejó de estremecerse. Valentina se sacó los guantes y los escondió en el lavadero. Entró a la casa y se sentó en la mesa. La madre le sirvió leche chocolatada. Aún con la nariz fruncida la probó. Tenía el mismo sabor delicioso de siempre. Se la bebió de un sorbo y se relamió hasta la última gota.

sábado, enero 01, 2011

Higiene


Ilustración por Lucía Martina Ruiz López

Higiene

Eva abrió la canilla del agua caliente y el agua comenzó a llenar la tina. Jugueteó con el enorme botón de su pantalón, era redondo y plateado. Le fascinaba sentir su metálica frialdad en las yemas de sus finos dedos de porcelana. Eva lo desprendió, el pantalón se deslizó dócilmente entre sus piernas y cayó rendido en las baldosas blancas. Eva se quitó la remera y observó en el espejo. Una hermosa muchacha de palidez lunar y cabello azabache le devolvió una melancólica mirada.
Colocó dos fanales colorados en los extremos de la bañadera. Ritualmente prendió las velas y decidió callar a la lamparita que, insistente, gritaba con su luz ensordecedora iluminándolo todo. Tomó las sales de baño y echó un puñado. Eva acercó su pequeño pie al agua y apenas la rozó. Comenzó a sumergirse lentamente. Una sensación envolvente de delicada tibieza recorrió su piel.
Eva se recostó en la tina y cerró los ojos. Las llamas danzaban dentro de los fanales. Una luz carmesí le iluminaba el rostro inmutable. En la habitación imperaba una quietud intoxicante. De pronto, una lágrima, impertinente, molesta, rodó por la mejilla tersa y levemente rubí quebrantando la calma.
Eva contrajo sus labios y párpados, pero ya era tarde. Una tormenta se había desatado en su interior y no podía contenerla. De sus ojos brotaban lágrimas de la más solitaria de las penas, de una tristeza corrosiva y atroz, cancerígena, ígnea, sofocante. Comenzó a gemir, sollozaba y se lamentaba sin tapujos, sin vergüenza, sin ninguna clase de reparos.
Su cabeza ardía en llamas de desconsuelo, de miseria y desesperanza. Eva se encogió, rodeó sus piernas con los brazos y apoyó las rodillas en el pecho. Su llanto era cada vez más lamentable y espectacular. De los ojos sanguinolentos brotaban lágrimas sin interrupción, los sollozos eran angustiantes y lastimosos, la respiración difícil y entrecortada. La mano derecha comenzó a temblarle, pero Eva no se detuvo.
Lloró por minutos enteros, lloró de manera enérgica y constante, agitada y perturbadora. Lloró hasta extenuarse, hasta sentirse completamente vacía y marchita. Cuando Eva ya no pudo llorar más, hundió su cara en el agua y se levantó. Se cubrió con una tolla blanca y corrió el tapón de la bañadera. El agua comenzó a deslizarse apresuradamente por el drenaje. Eva no se movió. Tiesa e increíblemente frágil, se quedó a observar como se escurría hasta la última gota de agua y de pena.