martes, octubre 26, 2010

El lunes empiezo

Caminó hacia la cocina. Aún tenía lagañas en los ojos. Vio el cartelito que ella misma había colgado de la heladera y que decía: “Lo que comas hoy, mañana estará en tu cadera”. Abrió la puerta y tomó un frasco de mermelada de frutilla, hundió una cuchara sopera en él y comió una porción sin inmutarse. Todavía somnolienta, se arrastró hasta el baño. Allí trepó a la balanza. Había subido nada más y nada menos que 10 kilos. “¡Mañana empiezo la dieta!”, se prometió. Comió otra cucharada de mermelada. Esto también había pasado el domingo anterior.

lunes, octubre 18, 2010

Cumpleaños

Hoy es tu cumpleaños y no sé qué regalarte. Una flor, una carta, un video. Nada me satisface. Ya no recuerdo qué hicimos para tu último cumpleaños. Un año más, el sol, el calor, los helados, las hojas color ámbar, la lluvia, el frío y las flores han pasado. Y no me acuerdo que hicimos para tu último cumpleaños. Quizás debería pedirte disculpas por prestarte tan poca atención últimamente. Es que el tiempo pasa, ya tengo otras obligaciones. Pero vos no cambiaste. Una vez más es tu cumpleaños, y yo no tengo ningún regalo. Estás ahí, acostada con esa sonrisa, un pijama recién estrenado. Los saludos no tardan en llegar de todos tus allegados. ¿La ocasión? Tu velorio. Te fuiste, te fuiste y ya apenas puedo recordarte. ¿Y ahora, con quién te comparto? Un recuerdo cada vez más difuso y la sensación de tu abrazo quedaron herrumbrados en la memoria. Son lo poco que me queda de vos. Hoy es tu cumpleaños y yo no tengo regalo. Perdoname, mamá, perdoname.  

miércoles, octubre 13, 2010

El corazón y la conciencia

Raúl era un ladrón. Pero no era cualquier ladrón, era un boquetero. Él era albañil, y la historia de cómo se vio involucrado en ese robo al banco Macro de Callao 264, en pleno centro porteño, es otro cuento. No niego que es muy interesante. Pero esa es una historia que puede llegar a interesarle a Pol – ka producciones. No a mí.
El botín de las cajas de seguridad había sido cuantioso. Los cuatro cómplices tenían años de vida de relajo asegurada. Nuestro personaje vivía tranquilamente en un PH alquilado en el barrio de Almagro, cerca de la plaza. No ostentaba, pero vivía bien. Dos de sus compañeros se habían ido del país. Realmente no los extrañaba.
A decir verdad, nada en la vida de Raúl era realmente extraordinario. Lo que convertía a Raúl en un boquetero excepcional, no era su capacidad para imaginar los planos de los lugares que visitaba, o el conocimiento de materiales para la construcción o deconstrucción, tampoco que a sus 50 años seguía ejercitándose y uno podía ver su silueta sudada corriendo por Parque Centenario, cualquier día a las 20 horas. No.
Lo que hacía a Raúl realmente único, era el hecho que sentía culpa. Él no era un católico practicante. Pero la educación que recibió y su madre, lo condenaban. La madre de Raúl vivía en Turdera y tenía 72 años. Él aún seguía visitándola todos los domingos, para el almuerzo. Ella era profundamente católica e intentaba con sus esfuerzos de anciana de fe que fuera a misa, que retomara la palabra del Señor.
Raúl la escuchaba, le llevaba flores y bombones. La colmaba de atenciones. Pero en realidad sentía que moría cada vez que ella le mencionaba las sagradas escrituras. “Rulito querido, hoy recé por vos, para que no tengas ningún accidente de trabajo. A mi me da tanto miedo esas obras, tan peligrosas, sos tan valiente... Es por tu angel guardián, sabés que él te protege.” Y a Raúl se le encogía el corazón.
Y tanto se le encogió el corazón que un jueves a las 20.25 corriendo por Parque Centenario tuvo un infarto. Apenas si tuvo tiempo de detenerse a tomar aire, pero no era suficiente. Cayó desplomado al piso, entre la gente. Entonces sintió una sensación de paz muy grande y sintió que estaba en un tunel. Hacia el final, obvio, la luz. No sentía dolor, ni hambre, ni miedo. La luz se hizo más grande y supo que estaba en el cielo. ¡En el Cielo! ¡Nada más y nada menos!
Raúl pensó que él no merecía estar allí ya que era un ladrón y había violado uno de los diez mandamientos. Pero terminó de pensarlo y una voz que no venía de ningún lado y de todos le dijo: “Raúl, no temas. Tienes un buen corazón. Cada quien tiene sus defectos”. Raúl sobrecogido gritó para sus adentros: “¡Pero robé, robé con premeditación y alevosía, robé y la engañé a mi madre”. La voz se fue oyendo cada vez menos y el dolor comenzó a volver de a poco. Pero claramente oyo: “Rulito, el que roba a un ladrón...”.
Y se despertó. Estaba rodeado de gente consternada. Por suerte había caído del lado del Durand así que en minutos llegó un enfermero. La gente lo consolaba e intentaba socorrerlo. La culpa había desaparecido. Y es así como ahora, completamente recuperado, planea su siguiente golpe.  

viernes, octubre 01, 2010

La cena



Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

La cena

-Mi queridísimo, con este tiro se define. El poker de unos ya lo tengo, si saco uno más... Aspiró una honda bocanada de su puro y sonrió.
-¡Abajo!- gritó.
Efectivamente el seis me deslumbró con toda la opacidad de sus puntos negros.
-¡La apuesta, querido! Te espero en el living... ¿Soy la única que va a tomar whisky? No te olvides del hielo.
A regañadientes mi abuelo tomó la pila de platos y se dirigió a la cocina. Todas las noches apostaba con mi abuela por los platos sucios de la cena y todas las noches terminaba lavándolos con una resignación de delantal y esponja. Seguí a mi abuela a la sala. Ella ya estaba sentada en el viejo sillón con estampado de flores. Siempre me pregunté quién le habría regalado ese mueble, ya que en 27 años no la he visto con una flor. Cada maceta que le regalan perece a falta de agua o luz o simplemente se suicida después de algunos días en la casa.
El primer regalo que recuerdo de mi abuela fue un ta - te - ti. Al principio apostábamos porotos, tiempo después algunos caramelos que ella misma traía de regalo cuando nos visitaba. Por más que yo, con la enérgica obstincación de mis infantiles cinco años, practicara con el endemoniado ta- te- ti, perdía cabal y metódicamente frente a mi abuelita. He llegado al borde de las lágrimas. Pero mi abuela, ahora razono, se percataba de mi desasosiego y me dejaba ganar. Es que desde que tengo memoria, ella es una maestra del juego.
Mi madre me ha contado historias de su infancia y yo aún las recuerdo. A principio de mes, después de cobrar su sueldo como profesora de historia en un colegio secundario, desaparecía sin aviso en un casino y no se sabía más de ella. En más de una ocasión volvió sin un centavo, pero fueron más las veces que dobló o hasta triplicó su sueldo. Mi madre recuerda la amarga espera del abuelo en la casa, sentado en la misma cocina en que hoy cenamos los tres. Una cadena de cigarrillos en su boca y mi mamá en la habitación de al lado sin siquiera suspirar de preocupación. Cuando mi abuela aparecía y habia ganado, siempre tenía regalos para todos y el enojo de mi abuelo debía esperar a la intimidad de su cuarto de casados. Cuando perdía, que fueron unas pocas ocasiones, mi abuelo le hacía jurar que era la última vez que se escapaba al casino con la plata de todo el mes, promesa que quebraba el día de pago del mes siguiente.
Así vivieron durante décadas. Ahora mi abuela es jubilada y aún no ha perdido el amor por el juego. Ahora va con mi abuelo al casino. Hicieron varios viajes después de una noche de suerte. A mi me regalaron esta computadora en la que estoy escribiendo; a mi hermano su primer consultorio odontológico, equipado con el mejor instrumental; a mi mamá y mi papá su luna de miel en Cuba y una segunda luna de miel a París. Aún después de todos estos beneficios gracias al juego, nadie más en la familia heredó esta pasión. Creo que eso le molesta un poco y que mientras toma su medida de whisky por las noches, es un pensamiento que como un velo, le pesa sobre los ojos.
Suena un celular. Es el de mi abuela. Mi abuelo se lo regaló para saber a donde estaba. Cuando no atiende durante una hora sabe que es momento de ir al casino a buscarla. La que llama es una amiga con la que arregla para ir al bingo este sábado. Después de hablar por teléfono, se levanta y va a la cocina. Pienso que va a buscar hielo, pero no puedo estar más equivocada. Se fue a convencer a mi abuelo de ir al casino. Y ya que me he negado a acompañarlos, me toca a mi terminar de lavar los malditos platos de la cena.