martes, marzo 01, 2011

Una vida


Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

Una vida

El hombre uniformado apuntó con precisión y sin pena. Apretó con firmeza el gatillo y la bala sonó fuerte y clara en el silencio de la madrugada. Salió disparada y cortó el aire fresco con la exactitud de un cuchillo recién afilado. A su alrededor el mundo estaba detenido, ya no giraba y los relojes de arena habían dejado de desmigajarse en las casas. Las agujas de los minuteros dejaron de correr en aquel preciso instante crucial.
La muchacha veía con horror la muerte que se aproximaba, veloz e implacable. Estaba golpeada, cansada y ensangrentada. Hacía meses que no veía a ninguno de sus amigos ni parientes. Había sido arrancada de su propia vida por unas garras atroces e inclementes. Éstas tan solo servían para desgarrar, descuartizar, rasgar, despedazar y quebrantar almas, personas, madres e hijos. Amigos y hermanos, esposas y esposos, primos, tíos, familias enteras sin ningún tipo de reparo.
Tomó la última bocanada de aire fresco. La garganta estaba seca y en la boca tenía el metálico sabor de la sangre al que ya se había acostumbrado a fuerza de cachetazos y patadas. Pensó en ella, en su destino. Ya no vería nunca más un amanecer como este, sus ojos ya no recorrerían el cielo en busca del alba, del sol desperezándose en el firmamento. No vería las nubes rosadas, bellas y esponjosas vagar a la deriva en el mar celeste y sin agua.
Pensó en los hijos que ya no podría dar a luz. No disfrutaría del milagro de sentir una vida gestándose en su vientre, de verla crecer, de percibirla moverse y danzando dentro de su ser. No lograría sostenerla entre sus brazos para darle la bienvenida al mundo tal como había deseado en tantas oportunidades. No podría abrazarla y sentir el calor invadiendo su piel, llenarse de aquella vida.
No pasaría tardes enteras con su marido buscando el nombre perfecto para el bebé. Ya no podrían discutir acerca de si Marcos o Agustín era mejor que Sebastián o Gerardo. No alcanzaría a arrugar la nariz y hacer puchero, a fingir ese enfado juguetón con el que siempre terminaban sus tontas discusiones. Él ya no se acercaría a abrazarla y a hacerle cosquillas en su panza abultada para que riera con su carcajada musical y alegre.
Pensó en todas aquellas personas a las que ya no ayudaría. No podría curar más a ningún anciano ni niño. Tampoco llegaría a calmar más a madres intranquilas por la fiebre del nene. No atendería más a ninguna de esas personas, la posibilidad de quitarles aquella dolencia o tan sólo escucharlos, como necesitaban en ocasiones, le estaba siendo robada, en ese momento exacto.
Pensó en todos los abrazos que no podría dar, todas las caricias que ya no llegaría a entregar. Aquellos besos que quedarían atrapados en sus labios sin aliento, queriendo salir desesperados. Recordó todas las canciones que no volvería a cantar bajo la tibia lluvia del baño, todos los colores que conforman la increíble paleta del mundo y que no volvería a ver. Imaginó todas las risas que no estallarían en su boca, todas las lágrimas que no se escurrirían de sus ojos verdes para precipitarse por sus mejillas.
La bala, imperturbable, seguía recorriendo su camino. ¿Acaso sabía el desastre que ocasionaría?¿Intuiría el poder que tenía, la vida que extinguiría? ¿Conocía el milagro de su risa única y su mirada irrepetible? ¿Lo inefable de su singular existencia, entre tantos millones de seres humanos? ¿Entendería que en toda la historia, en todo el mundo, entre todas las personas, nadie, nunca, jamás sería igual a aquella muchacha que mataría en ese preciso instante?
Penetró la carne limpiamente, sin margen de error. El cuerpo se desplomó en el piso, inerte y estático. La sangre comenzó a brotar exaltada. Se escabullía entre el pasto, como si quisiera huir de tamaño espanto. El suelo comenzó a teñirse de rojo, al igual que lo hace el cielo a la hora en que el sol nace.