jueves, octubre 20, 2011

Rojo


Ilustración por Lucía Martina Ruiz López

Rojo


Escasamente iba a Buenos Aires, mucho menos en verano. No obstante, las circunstancias lo forzaban. Sentía el calor húmedo y pringoso en su piel pegada a la de quién sabe qué porteño con musculosa, apresurado en el subte por llegar a Callao o a Los Incas. Se abrió paso a empujones entre la muchedumbre y como pudo se bajó en Uruguay. Por un segundo, la idea de refrescarse en la superficie lo alegró. Al salir por las escaleras mecánicas pudo comprobar a pleno rayo de sol que había olvidado los veranos en la ciudad: sintió que se derretía sobre el pavimento. Arrastró su bolso y fue directo a un hotel que le había recomendado su amigo Hugo ayer por la tarde. Quedaba por Uruguay y Bartolomé Mitre, cerca de tribunales. Le iba a ahorrar muchos viajes en colectivo o taxi por la ciudad.

Se registró y subió a la habitación. Aparentemente el conserje consideró que su equipaje no justificaba la compañía de un maletero. Abrió la puerta y lo lanzó encima de la cama de dos plazas. La habitación tenía una ventana que abrió de inmediato. El ruido de la calle no se hizo esperar. Además de la ventana, el lecho y un espejo, no había mucho más que ver. Un desvencijado mueble para guardar la ropa que debía tener casi su misma edad completaba el adusto mobiliario. La cama apenas dejaba espacio para el pequeño televisor prehistórico, cuyo polvo delataba que aún no se había enterado de las pantallas de plasma. Se dio una ducha de agua fría y se dedicó a mirar televisión con su pubis expuesto. La piel de la espalda le ardía con el roce del cubrecamas bordó.

-¡Maldito verano porteño! - pensó. - ¿Quién la manda a Inesita a fallecer un 4 de Enero?

Observó que Buenos Aires en verano era un infierno y que los porteños debían tener algo de demonios, porque soportar 38° centígrados era algo sobrenatural. Comenzó a dormitar mientras pensaba en la cita con el Dr. Peña el día siguiente temprano. Estaba decidido a tratar todo lo ateniente al testamento y la sucesión en el menor tiempo posible. Gracias a la feria judicial, lo veía complicado. El Doctor era una rara excepción que debido a su edad no se tomaba vacaciones y este abogado no se hacía más joven con el paso del tiempo. Casi como cualquier otro mortal.

Él era el único heredero de Inesita Aliaga de Azurduy, su abuela. Su padre no pudo competir con la longevidad de la anciana y cayó víctima de un cáncer de colon dos años atrás. Una propiedad en Talcahuano y Paraguay era suya. Qué iba a hacer con un departamento de 3 ambientes en plena Ciudad Autónoma de Buenos Aires era algo que aún desconocía. La genealogía de Don Pedro Argentino Azurduy terminaba con él y sus improbables chances de contraer matrimonio o tener un hijo con una prostituta ocasional.

Se quedó dormido con la esperanza de que por la noche la temperatura bajara. A las ocho de la noche se despertó y el cielo aún estaba claro. Buscó un noticiero en el televisor que continuaba encendido. Su mente razonaba que, debido a la hora, el descenso de la temperatura debía ser casi condición sine qua non; pero su cuerpo sudado le transmitía lo contrario. Encontró en el zócalo derecho de un canal la información que tanto ansiaba: 37° no era su idea de una baja en la temperatura. Se enfadó con la inclinación del eje terrestre y la latitud de Argentina y, en especial, con el solsticio que comenzaba el 21 de Diciembre.

Se duchó por segunda vez en el día con agua fría y decidió cubrir su pubis para salir a la calle y comer una cena frugal. Salió del hotel y se ofuscó por la humedad del aire. Ya no quería seguir caminando entre esa baba infernal que se le pegaba a la piel, mezclándose con su propia transpiración y mojándolo a cada paso. Rápidamente encontró un kiosco abierto y compró dos yogures con cereal y un agua. La botella de litro y medio estaba más húmeda que fría.

Volvió de muy mal humor al hotel. La chomba ya estaba sudada. Cerró de un portazo la puerta de la habitación, tiró la bolsa de plástico blanca sobre la cama. Se sacó las sandalias de cuero, las bermudas color caqui y la chomba que estaba visiblemente mojada. Maldijo su suerte y su pequeña fortuna en Capital Federal. Su piel ardía y el sol ya estaba oculto. Tenía un calor demencial. La tercera ducha de agua fría no se hizo esperar. Los boxers quedaron colgando del bidet del baño.

Se tragó la cena frugal y tomó toda la botella de agua. La sed era insoportable. Como dormir no podía, se quedó mirando la televisión vacíamente. Cambiaba de canal pero en lo único que podía pensar era en el calor que sentía. La piel contra el cubrecamas le ardía de manera tenue pero innegable. Pensaba en ello como quien se quema con una cuchara caliente al revolver la sopa mientras se cuece y solo luego de varios segundos se da cuenta.

La señal de alarma lo alertó con una ampolla. Saltó de la cama y quitó la pieza de blanquería. Se encontró con sábanas rojas. Lo asaltó la sorpresa, no era su idea de higiene y respetabilidad. Se preguntó por qué la ubicación y el precio del hotel incidieron tanto en su decisión de seguir el consejo de Hugo. Hundió su rostro en la ropa de cama y descubrió que era suave, más suave de lo que había imaginado. Por otro lado, olían a perfume de lavandería. Se tranquilizó un poco.

Pensó que el cubrecamas, ese cubrecamas que usan todos los clientes para acostarse y apoyar cuánta cosa se le ocurra o hacer quién sabe qué cosa en ese hotel de mala muerte, le había dado alergia. Decidió ducharse y buscar un bar para tomarse un whisky. Era casi las 1 de la mañana y todavía no había apagado el televisor. Se duchó por cuarta vez con agua fría. Odió cubrir su cuerpo con ropa, sin embargo, esa era una obligación que no podía pasar por alto. Así como la cita con el Dr. Peña a las 9 am de ese jueves.

Bajó a la recepción y le preguntó al conserje por un bar abierto. Amablemente, Facundo Solís, encargado de pasar largas horas de vigilia a fuerza de mate, ofreció traerle del bar la bebida que quisiera debido a que esa hora por estas fechas no había ningún bar abierto en cuadras a la redonda. Además tenían tiempo de sobra en el palier y la noche era larga. Aceptó ese favor como si hubiera sido el primer acto amistoso que le ofrecía la ciudad desde su llegada a Retiro. Tomó su primer whisky y notó que Facundo, ese joven, para conserje era bastante buen bartender. La medida y la cantidad de hielo eran perfectas. Además no lo había engañado con la etiqueta. Se contentó y tomó tres whiskies más. Relajado, habló con aquel joven estudiante de turismo hasta que recordó su cita por la mañana.

Entró a la habitación, su cuerpo estaba flojo. Estaba en paz con la situación. Se desvistió perdiendo el equilibrio de a ratos. La ropa quedó regada en el piso, formando una vista aérea de la habitación bastante colorida. Se acostó en la cama de un tumbo e increíblemente, olvidó el calor y se cubrió con las sábanas. La música que sonaba en la televisión que continuaba encendida, lo ayudó a dormirse con un sueño magnífico: soñó que las notas se convertían en caminos de colores, como un arcoiris que lo rodeaba y era suave y perfumado como las sábanas que lo envolvían. Comenzó a sudar entresueños, el rojo de las sábanas se oscureció con su figura bípeda. Los colores lo envolvían, lo rodeaban. Se comenzó a sentir ahogado, acalorado. La mancha de las sábanas rojas se extendió. No podía despertarse y sentía un calor exorbitante, extrasensorial.

El Dr. Peña llamó a las 9,45 am al hotel a preguntar por el Sr. Azurduy. Transfirieron la llamada a la habitación, pero no hubo respuesta. El conserje tomó el mensaje. A las 15 horas, una de las mucamas de la tarde llamó la atención del encargado con sus gritos histéricos. Como el Sr. Azurduy no había respondido a sus golpecitos en la puerta pensó que no estaba o que no la oía debido a la televisión encendida a alto volumen. Presa del hábito, había entrado a cambiar las toallas y hacer la cama. Lo encontró carbonizado bajo las sábanas rojas (las manchas de sudor ya estaban secas). El extraño caso de su deceso salió por televisión.

domingo, octubre 16, 2011

Refresco


Un hombre cruzó caminando aquella parte de parque que separa los lagos de Palermo de los bares de Pampa y Figueroa Alcorta. El sol primaveral era ideal para footing, así que no desentonó cuando se sentó en una de las mesas de afuera de Selquet vestido con jogging y remera. Un mozo vestido de impecable uniforme se acercó a su puesto al cabo de unos pocos minutos y le dijo:

- Buenos días, ¿qué le puedo servir? - y apoyó una carta en la mesa.
-Quiero pis – dijo aquel hombre, con la mirada perdida entre los árboles. Su voz era apenas audible pero firme.
- ¿Disculpe? - comentó dubitativo. - El baño queda bajando las escaleras, pasando la barra.
- Quiero pis... - repitió aquel cliente mirándolo fijamente.
- Señor, disculpe. No le comprendí bien – dijo perplejo el camarero.
- ¡¿Es que acaso usted es sordo o idiota?! ¡Le dije claramente que quiero pis! ¡Y traiga mi vaso con hielo que quiero refrescarme!

El mozo levantó una ceja, miró fijo a ese señor, no dijo palabra y se fue. Al cabo de unos minutos volvió con su resplandeciente vaso con hielo y bebida dorada. Después de todo, el cliente siempre tiene la razón.