miércoles, diciembre 01, 2010

Celebraciones


Ilustración por Lucía Martina Ruiz Lopez

Celebraciones

Como odio estas fiestas en las que tengo que estar por estar, marcando asistencias como una buena alumna, tan sólo por no reprobar en esta materia que es ser prima segunda. Ahí viene mi tía con sus eternos sandwichitos que arma pacientemente durante horas y horas y días enteros refugiada en la cocina, para que todos engullamos en minutos lo que ella trabajosamente preparó como esclava en la cocina. Como siempre están las empanaditas de carne, las de jamón y queso y las de choclo, especiales para mi prima Laurita, que tanto le gustan y que se encarga de custodiar celosamente frente a la bandeja plateada, mirando de reojo a todo aquel que ose tomar alguno de sus preciosos tesoros de maíz y masa, maldiciendo cada mano que se acerca, como si fuera a comerse semejante cantidad de empanadas, pienso yo. Ojalá alguna vez nadie comiera ninguna de sus regordetas empanadas, así ella se tragara todas y cada una de ellas, y con un poco de buena suerte se hinchara como un globo y entonces estallara como una piñata entre todos nosotros, regándonos de confeti. Entonces yo reiría como loca de alegría y empezaría a saltar y cantar entre tanta confusión, juntando el papel picado para lanzárselo a los invitados a la cara y terminar con ese cuadro patético y enfermizo que me lleva a disimular silenciosamente todas mis ganas de huir despavorida o lanzarme por el enrejado del balcón. Es por eso que como todo lo que se cruza, en especial me gustan las empanadas de carne, medio jugositas y con pedacitos de aceitunas, tal como las prepara mi laboriosa tía con sus manos gastadas, ya me comí como cuatro y la panza no me da más. Pero igual sigo comiendo, decidida a irme con un tremendo dolor de panza y una sensación de repugnancia incontenible que me lleve a expulsar toda mi angustia en un violento vómito pestilente. No puedo parar de meterme cosas a la boca, un sandwichito, una empanada, un sorbo de coca, un canapé, otra empanada y sigo en una cadena ininterrumpida que no cesará hasta que cruce triunfante la rígida frontera que me separa de mi mundo, esa bendita puerta blanca inmaculada con un magnífico picaporte de bronce que brilla al igual que lo hace todo en esta casa. Resplandece “como una tacita de plata”; miro los suntuosos sillones de tres cuerpos con el tapizado impecable y las sillas de roble que brillan de tanto lustre y pienso, pero esta gente cómo hace para vivir así, nunca una pelusa, a nadie se le volcó jamás una copa de vino en los sillones, imagino que caminarán envueltos en bolsas de polietileno para no ensuciar el mobiliario y los adornos con sus suspiros moderados y sus comentarios corteses. Miro deseosa la puerta y un pariente se me acerca, creo que es el esposo de mi tía abuela, pero la verdad que no estoy segura, me sonríe con unos dientes amarillentos de tabaco y me lanza todo el humo de su asqueroso cigarrillo Parisien mientras pronuncia ¿qué tal nena, la escuela como va? Bien por, suerte; le respondo con mi mejor sonrisa de nena buena, y me abstengo de decirle que ya estoy en mi segundo año de facultad y que a él en realidad le tiene muy sin cuidado si me va bien o me va mal en la facultad, en el colegio, en el trabajo o donde corno sea, ya que ambos vivimos perfectamente unos 362 días al año en los que no tenemos ningún tipo de contacto y que a no ser por estas endiabladas reuniones en las que mis parientes se empecinan en juntar personas que nada tienen que ver entre sí, más que el parentesco y que poca relación guardan unas con otras, nos ahorraríamos de tener que vernos estos tres días al año que son navidad, pascuas y año nuevo. Cortésmente pido disculpas y me levanto para ir al baño, pero no es que en realidad tenga ganas, sino que me apresuro a evitar una charla indeseable. Obviamente el toilette, porque en esta casa no hay baño, está ocupado, así que vuelvo a sentarme en el mismo lugar, no sin antes cerciorarme que aquel amabilísimo señor se hubiera marchado. Observo impaciente la puerta de entrada y como otro sándwich, la puerta de nuevo y agarro un canapé de roquefort: ¡ay, pica!; pienso mientras lo mastico. Tendría que haber agarrado otro, la puerta y entra otra persona que ni siquiera conozco. Andate, debería decirle, no entres es tenebroso. Pero no puedo porque mi boca esta llena, ahora es pionono de atún lo que me entretiene, creo que masticar constantemente es la única excusa que encuentro para no ponerme a gritar como una loca que esta reunión me da asco y que no tolero estar entre tanta gente que se desgasta en fingir un interés por personas que no conoce y que se empeña en mantener conversaciones triviales que no le interesan para cumplir con el designio de celebrar algo impuesto y que seguramente también les tiene muy sin cuidado. Y todos se sonríen unos a otros y comentan lo lindo que es el mantel y que se nota que está bordado a mano, lo grande que está mi primo segundo, que la última vez que lo vieron era un nene que jugaba con autitos y ahora ya es todo un muchacho, hecho y derecho, que se rasura y todo; y lo bien cuidadas que mantiene mi tía a las plantas de interior, cómo brillan las hojas del potus y qué frondoso está el helecho, es sin duda admirable, es que Claudita es tan habilidosa, manos de hada tiene. El llanto a moco tendido de Manuel sorprende a pocos. La mayoría se queda conversando alegremente con la copa en la mano mientras que saladas y redondas lágrimas caen de las mejillas del niño de siete años de edad. Casi a los gritos pide que le traigan un huevo de pascua. Entra Claudita con sus manitos de hada cargando el postre: una frondosa ensalada de frutas que preparó con sus manos. Manuel se desespera de horror y llanto frente a la ensalada. Sus agudos alaridos de infante me crispan los nervios y comienzo a arreglarme el cabello mientras su madre sirve la ensalada de fruta y le comenta a Carlos, su primo, lo cara que le vino la boleta de la luz por el tener el aire acondicionado veinticuatro horas. Espantada por la indiferencia frente a los gritos de Manuel y al borde de una aneurisma rechazo gentilmente el postre. Mejor me dejo un lugarcito en el estómago para comer los huevos de pascua de chocolate, entre tanta empanada y vithel toné. Si no se sorprenden es porque creo que saben que soy golosa. Manuel a todo esto sigue llorando y en un acto de rebelión extrema se levanta y va a la cocina a buscar aquellos simbólicos manjares ovoides. Claudita hace caso omiso y enciende la tele porque hay partido de fútbol y a mi primo segundo le encanta. Roberto se pone a leer el diario. Nora comienza a levantar la mesa. Manuel, con delicadeza abre un huevo artesanal, lo saca de la caja y lo deja envuelto en el papel celofán. Lo mira con furia concentrada y se pone bizco. Con su pequeña manita lo sostiene y con la velocidad, impacto y fuerza de un rayo golpea el huevo de chocolate contra su frente. La golosina se hace añicos dentro del transparente envoltorio. Manuel se frota con una de sus manos donde se golpeó. Una lágrima perpleja se escurre por el infante lagrimal. Claudita lo mira azorada.
-¡¿Qué hiciste?! ¡¿Estás bien?! ¡¿Te golpeaste fuerte?! ¡Así no se rompen los huevos, querido!
La familia enmudeció. La sala quedó en silencio como si hubiese pasado un ángel. Sin querer Claudita que es más buena que Lassie después de comer dijo públicamente una frase que es un bochorno, una clara ruptura de la isotopía estilística en su vida.
Manuel se pone a llorar y Claudita lo acompaña al baño a que se ponga agua fría. El niño vuelve a sentarse a la mesa un poco más calmado. Claudita lo mira de reojo. Nora vuelve al comedor. Parte de los comensales se abalanza silenciosamente sobre la mesa para poder sentarse. Manuel toma un trozo de chocolate y lo come. Yo me relajo un poco y dejo de tocarme el cabello. Nora abre otro de los huevos, todos nos animamos a devorar como una manada de felinos hambrientos. Roberto come chocolate mientras lee el diario con la boca entre abierta y se atraganta de risa y dulce con un chiste de Gaturro. Nora lo mira ansiosamente porque quiere leer el diario. Mientras tanto, ojea un suplemento.
Doy un suspiro y como un trozo de chocolate, debo haber agregado unas cien kilocalorías a mi cuerpo. La rutina de final de reunión comienza a acomodarse. En la televisión las publicidades se suceden en la tanda. Me levanto sonriente y agradezco la invitación a mi tía, ya he tenido suficiente. Saludo a la parentela cordialmente. Seguramente nos veremos el veinticinco de Mayo, o quizás el nueve de Julio, el veinticuatro de Diciembre o la noche del treinta y uno. Cruzo la puertita blanca inmaculada con un magnífico picaporte de bronce que brilla al igual que todo en esa casa. Mis alvéolos se descontracturan: ¡Aire, al fin!